La cueva del oso

Posteado el 19/03/2025 por Jorge Bravo

Hay algo profundamente humano en el estudio de la matemática, no en el sentido usual de nuestra necesidad de medir o entender el mundo, sino en un sentido más frágil y privado. A lo que me refiero es la necesidad de expresar un mundo interior, la necesidad de ser entendido. Entonces, una demostración ya no es solo una cadena lógica de enunciados, sino un poema, una confesión, una carta de amor, una cápsula en el tiempo.

Es por esto que no entiendo cuando un par mío me dice que soy muy sentimental para las matemáticas, mientras que, en dualidad a esto, el escritor me dice que soy muy frío para la literatura. ¿Acaso no ven que son una y la misma disciplina?

Mientras un poema nos presenta lo que el autor ve, la demostración nos pregunta: ¿Esto es lo que veo, lo ves tú también?

Una demostración no es un monumento a la lógica; es más bien un eco de alguien que ya transitó ese camino y quiere ser entendido. Un puente entre la soledad de dos individuos en distintos tiempos. En ella uno encuentra la misma desesperación y asombro que en una carta que jamás se envió.

Tomemos por ejemplo la cohomología de de Rham, a priori un invariante analítico, un simple truco del cálculo. A posteriori, algo geométrico. Esto es lo que de Rham y Poincaré se dieron cuenta, y su demostración fue su mensaje hacia el mundo para que vieran lo que ellos vieron. Ellos querían ser entendidos.

Es por eso que es un error asumir que las matemáticas son frías, pues no lo son. Ella quema con la misma pasión que las novelas de Kafka, busca lo mismo: ser entendida.

Escribir matemáticas es escribir lo inexpresable.

Es querer ser entendidos no por lo que somos, sino por lo que vemos.

Una demostración no es solo una conclusión, sino una forma de explorar el infinito vacío, buscando entendimiento en el silencio infinito.